lunes, 1 de abril de 2013

El científico

Tenía en su mesita,
en su mesita esquinera,
una horrible calavera
que espantaba a las visitas.

Y porque no era pecado,
-según proclamaba altivo-,
conservaba como vivo
un jausi disecado.

Tenía, y esto es cierto,
sin propósitos malsanos,
por lo general la mano,
unas canillas de muerto.

Cantaba también a dúo,
adentro de su vivienda,
sin que nadie lo comprenda,
una pareja de búhos.

Este era el entorno
del científico, un vecino,
que también un biombo chino
conservaba como adorno.

Se caía en cuenta al tiro
que era tipo estrafalario
porque en vez de un canario
tenía enjaulado un vampiro.

Sufría tal vez de anemia
porque era amarillo y flaco,
mas se chantaba el saco
jurando que en academias
del viejo y del nuevo mundo
aprendió, pero a conciencia,
los secretos de su ciencia
y aun otros, más profundos.

Con la mayor seriedad
juró que para las casas
él inventó la argamasa
del barro con jumbacá,

Que era la que evitaba
que las taperas cayeran
tan pronto como sintieran
que un fuerte viento soplaba

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